
Son las 8 de la mañana en Los Ángeles, me dispongo a entrar en el coche y de repente noto como si estuviera nevando. Es imposible. Estamos a fines de agosto y hace un calor que revienta los termómetros. Me fijo bien. Es ceniza. Sí, ceniza cayendo del cielo. Como si la resaca de un volcán en erupción se tratara, las alturas de Hollywood nos regala la prueba de que está ardiendo.
Hace ya siete días que un incendio incontrolado está arrasando centenares de hectáreas. Es un reto para los bomberos. Más que un reto. Ya se han perdido dos vidas.
Mientras las llamas pueden verse desde las distintas autopistas, la 101, la 134, y los helicópteros sobrevuelan la zona, el sol se encuentra eclipsado por nubes grises. No, un momento. No son nubes. Es humo que va comiéndose cada trocito del normalmente cielo azul angelino, y transforma al sol en un perfecto círculo de color naranja. Como si asistiéramos a un atardecer, pero con nuestra estrella más caliente en todo lo alto.
Recibo una llamada. Es mi madre. Madre mediterránea. Quiere controlarse pero acaba soltando "¡Ya sé lo del incendio! ¡Claro que lo sé! ¿Sólo a ti se te ocurre tener que irse tan lejos? ¡Vente ya!" Desde la distancia, desde fuera, todo se agrava, todo se aumenta. Y mira que este fuego ya es lo bastante grande como para no necesitar aumento.
Terremotos brutales, incendios incontrolados, inundaciones destructoras... la otra cara de la ciudad de los sueños. En este caso, pesadillas.
Sin embargo, en medio del caos, en otras partes de la ciudad, la gente sigue conectada a sus portátiles en los Starbucks, y los miles de actores, guionistas, directores, productores, creativos en definitiva que pueblan y circulan por esta ciudad, siguen en sus propios mundos; como si los cataclismos no pudieran detener su actividad, como si el espectáculo debiera continuar. Ya lo dice la famosa frase: "Show must go on". Sólo que esta vez, en lugar de caer nieve artificial, está cayendo ceniza.